Ante el estancamiento del Diálogo Nacional porque Daniel Ortega se resiste a aceptar la propuesta de los obispos, de adelantar las elecciones para abrir el camino a la democratización de Nicaragua, surgen diversas propuestas presentadas públicamente por organizaciones constituidas o personas particulares.
Una de esas propuestas es la del organismo cívico Hagamos Democracia (compartida por algunos ciudadanos a título personal), de que se convoque a un plebiscito para que los ciudadanos voten libremente a favor o en contra de que Daniel Ortega siga en el poder.
El plebiscito se realizaría en la primera quincena de octubre y la propuesta incluye un plan y calendario de acciones institucionales y legales previas y posteriores para el caso de que la mayoría se pronuncie contra la continuación de Ortega en el poder. Si así fuera, el 31 de marzo de 2019 serían las elecciones generales anticipadas, la misma fecha que sin plebiscito previo ha propuesto la Conferencia Episcopal y a lo cual Ortega hasta ahora no ha querido responder.
El plebiscito está contemplado en la Constitución y en la Ley Electoral, y por tanto, es un instrumento legalmente válido. Políticamente el plebiscito podría tener la misma efectividad que la propuesta de los obispos y que la demanda de otros sectores, de obligar a Daniel Ortega y Rosario Murillo a renunciar, formar una junta de gobierno provisional, depurar los poderes judicial y electoral y convocar inmediatamente a elecciones generales.
Pero el problema no es un asunto de legalidad ni de viabilidad del mecanismo para poner fin a la dictadura e iniciar el proceso de la democratización. La dificultad radica en que Daniel Ortega no quiere aceptar ninguna propuesta que implique su salida del poder, mientras que la oposición social no ha tenido la fuerza suficiente y necesaria para obligarlo a aceptar.
El éxito de cualquier diálogo o negociación política depende ante todo de que las partes quieran llegar a acuerdos.
Pero lo que determina en la práctica los resultados a favor de una u otra parte, es la correlación de fuerzas, o sea que saca ventaja el que tiene más fortaleza real, no solo moral, ya sea la población plantada en la calle, en los tranques, en las movilizaciones masivas, en la desobediencia civil y los paros nacionales; o la dictadura, respaldada solo por los poderes represivos y la fidelidad de una militancia disminuida pero fanatizada y criminal.
La importancia de la correlación de fuerza es mayor cuando se lucha contra un dictador mesiánico e irracional que está obsesionado en que solo él puede y debe gobernar; y por eso está dispuesto a matar a miles de personas y arrasar el país, antes que entregar voluntariamente el poder.
El dictador militar de Chile, general Augusto Pinochet, después de 15 años de gobernar despóticamente se sometió a un plebiscito el 5 de octubre de 1988 y los ciudadanos votaron que no debía seguir en el poder. Al perder la votación, Pinochet se fue a ocupar un escaño en el Senado, aunque después fue juzgado por sus crímenes. Tal vez a un desenlance así teme Ortega y por eso se resiste a salir del poder de manera voluntaria.
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