
Un cura, el comandante de Policía y el telegrafista eran personajes relevantes en los pueblos de la Nicaragua del siglo pasado, más o menos hasta la década de los años ochenta, cuando primero el teléfono y luego también el fax comenzaron a hacer perder protagonismo al telégrafo como medio de comunicación.
Ernesto Morales Ortega recuerda su último día de trabajo como telegrafista, en julio de 1998, como uno en el que prácticamente no hizo nada. En ese tiempo él se acogió a un plan de conversión ocupacional, lo cual le pareció bien porque para ese momento ya ni habían muchos cables del telégrafo, porque la gente se robaba los alambres. El telégrafo, ese aparato mediante el cual por medio de señales eléctricas se transmiten mensajes utilizando el código Morse, estaba ya prácticamente en desuso.
En la actualidad, decenas de hombres y mujeres que trabajaron en el telégrafo de Nicaragua, cuyas edades rondan entre los 60 y los 90 años, se reúnen en diferentes partes del país para recordar sus años mozos cuando eran los encargados de comunicar a todo el país por medio del telégrafo. Entre sus principales recuerdos está el que les pagaban un bajo salario porque en su mayoría eran personas que solo habían aprobado el sexto grado de primaria.
“Nunca nos dieron la posición que debíamos de haber guardado. Este oficio no lo aprendía cualquiera”, dice Jorge Aguilar Leiva, quien asegura que él entró al telégrafo de Jinotepe en 1939, como mensajero, cuando tenía 11 años y desde que ingresó se preocupó por aprender a manejar el dispositivo.
Un año después lo mandaron ocho días a la Central Vieja en Managua, a pasar un examen y de allí salió nombrado telegrafista de Nandaime. La persona que le había enseñado era Ramón Pérez del Valle, un nicaragüense que se había ido a Estados Unidos pero que, según Aguilar Leiva, en 1927 regresó al país como intérprete de Henry L. Stimson, enviado especial del Gobierno norteamericano para negociar la paz en el país.

Cada uno de los telegrafistas escribe como si dibujara las letras, según se ve en esta imagen.
LA PRENSA/ CAPTURA DE IMAGEN
LAS “OFICINAS”
La oficina principal del telégrafo estaba en Managua, pero habían oficinas importantes también en las cabeceras departamentales, las que eran calificadas como “de primer orden” y pasaban atendiendo las 24 horas del día. José Miguel Pavón Sánchez, quien se inició como mensajero en los años cuarenta en el telégrafo de Niquinohomo, recuerda que por las madrugadas los mensajes que transmitían eran principalmente sobre fallecidos. Con frecuencia las personas hacían uso del programa 22, que era enviar mensajes con urgencia pero que costaban el doble que uno normal.
Las oficinas “de segundo orden” estaban en los demás municipios del país, donde se atendía de 8:00 de la mañana a 12:00 del mediodía y de 2:00 a 6:00 de la tarde. Pero el telegrafista dormía en la oficina, por sí había alguna emergencia.
Un telegrafista era también telefonista y administrador de correos. En cada oficina había un telégrafo, un teléfono y se recibía la correspondencia. También se recibía y se enviaba dinero, lo cual era conocido como “valores declarados”. El telegrafista era el jefe de la oficina y los mensajeros se encargaban de entregar los mensajes en las casas.
A veces al telegrafista lo transferían de un lugar a otro y lo único que cargaba era una tijera y una caja metálica “de la Quaker” en la que llevaba ropa. “Cuando miraban pasar a alguien con una tijera y la cajita la gente decía: ahí va un telegrafista transferido”, explica Pavón Sánchez.
TRABAJO DELICADO
Solo cuatro personas conocían cada mensaje que era enviado a través del telégrafo: la persona que lo enviaba, el telegrafista, la persona que lo recibía y el “chequero” o quien cobraba los mensajes.
“Nosotros transmitíamos los mensajes de la Guardia Nacional y siempre confiaron en nosotros”, recuerda Jorge Aguilar Leiva, quien asegura que los telegrafistas no revelaban a nadie más los contenidos de los telegramas.
La labor de telegrafistas era delicada también porque un error podía cambiar todo el significado de un mensaje. Aunque al principio el telegrafista se formaba de manera empírica, en los telégrafos, pronto hubo escuelas, una la Academia Militar de la Guardia Nacional y otra en el Palacio de Comunicaciones. “Si usted ve, todos los telegrafistas tenemos buena letra. Es difícil que cometamos un error ortográfico”, dice Pavón Sánchez.
En una de esas escuelas se formó Ernesto Montalván Rivas, quien recuerda una experiencia para él inolvidable. Una vez recibió un mensaje del telégrafo de Santo Tomás, Chontales, en el que se le pedía a la Refinería de Managua que enviara a la Chevron de esa ciudad 500 galones de diesel, 500 galones de queroseno y 5,000 galones de gasolina.
Montalván dice que vio raro lo de los “5,000 galones de gasolina” y preguntó al colega telegrafista que le había enviado el mensaje, quien le respondió: “ponelo a como yo te lo transmití”. Un día después varias pipas llevaban la gasolina a Santo Tomás, de donde la mayoría fueron regresadas porque solo eran “500 galones de gasolina”. El resultado, el telegrafista que envió el mensaje, José Antonio Algaba (ya fallecido), quedó “28”, que en código Morse significa “sin trabajo”. Desde entonces el Gobierno puso una advertencia en el telégrafo de que no se hacía responsable por mensajes incorrectos, ya que a la Dirección General de Comunicaciones le correspondió pagar el “falso flete” de combustible.
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